El amor verdadero no siempre es eterno, no porque termine, sino porque los amantes están destinados a morir por habitar sacos de piel y hueso. El amor verdadero nunca muere, solo cambia su toque en el corazón de los jilgueros, que mudan su nido a otros cielos cuando se ven heridos, cuando se ven en peligro.
Y que importa, si no es para siempre, y que importa si fue corto nuestro tiempo, y que si dijimos te amo muy pronto, solo importa que te encontré entre la multitud, solo importa que te vi contener el aliento y suspirar, y que en ese suspiro vi amanecer, y que importa lo demás si te vi temblar, te vi como nadie más te vio, te vi incluso cuando tú te perdiste en el mar, te vi desnuda y con sombrero, te vi caminar sobre el agua, te vi imaginarnos muriendo juntos en algún rincón del campo más allá de las nubes, más allá de la lluvia, más allá de la tristeza y la risa, y que si yo morí cuando te vi, porque mi vida ya había cumplido su propósito, mis ojos ya habían visto todo para lo que fueron forjados.
Si la vida es una cadena infinita de arrepentimientos y mi vida, estoy seguro, lo es. Debo entonces dejar de sufrir por aquella mujer que una vez soñé perfecta. Porque tuve en mi vida que es pasajera, su versión más humana, más verdadera. Aquella ave de presa de piernas largas y afinadas caderas, de tez suave y voluntad ingobernable. La que me dijo una tarde de primavera que su corazón era mi casa, y que si me podía quedar a vivir en ella.